martes, 17 de febrero de 2015

Vacaciones albóreas



VACACIONES ALBÓREAS
“Blanco, ceñido de luz blanca desde los pies a la cabeza. Vienen de lejos hasta mí, se alzan, me embisten, me rodean.” José Hierro.

Mamá me llevaba a Montalbán, su pueblo natal, todos los años en vacaciones de agosto. Se quedaba con sus otros dos hijos más pequeños a quienes dejaba con la muchacha de servicio, cuando la tenía, en nuestra casa de Coche mientras ella iba a su trabajo durante ese largo periodo sin clases. Cuando no tenía a la muchacha de servicio, simplemente cargaba con ellos para su trabajo, y hacerlo con tres ya era algo inmanejable. Estas vacaciones largas eran además la ocasión para ella relacionarme con su familia, vale decir sus hermanos y sus sobrinos, y que yo conviviera con ellos, lo cual a su vez le permitía frecuentarlos, pues casi todos estaban en Montalbán. Era además una manera de hacerse sentir, y de recordarles que estaba sola en su lucha por un destino, estacionada allá lejos en Caracas, allá lejos de ellos, limitada y todavía en la búsqueda del equilibrio, acompañada solamente por nosotros y con su arraigado afán de vivir y de llevarnos por la calle del medio.

A mí era al que llevaba a Montalbán; al menos una vez al año y era en estas vacaciones del Colegio. Yo no iba para ningún otro lado en mis vacaciones largas sino a Montalbán, y siempre a donde tío Torcuato, quien contaba con más espacio para recibirme que los otros, que estaban más comprometidos y con menos posibilidades en este sentido, por lo que no le abrían las compuertas a mamá. Además tío Torcuato era su padrino de bautizo. Eran unos padrinazgos que se asumían con un sentido de paternidad y que eran como una encomienda del que los otorgaba.

Me dejaba no tanto con él, sino en su casa, bajo su tutela, la cual él ejercía muy lejano, ocupado siempre en sus cosas, en sus responsabilidades y además en el desarrollo de su intelectos, de sus inquietudes literarias que solícito frecuentaba, más que de las otras cosas, que tampoco era que las descuidaba.

Me dejaba allá para pasarme bastantes días, tantos como las vacaciones enteras. La primera vez fue en la Hacienda Montero, que era de Ricardo y Carlos Manuel Bello, junto a sus tres hermanas, donde mi tío era el administrador. Luego él dejó ese trabajo y se mudó a La Quinta, que era como llamaban a una casa inmensa que pertenecía a Francisco Ramón y Ana, los esposos Henríquez, los padres de Carmen Filomena su esposa, una casa con techo a dos aguas que quedaba en un rincón del pueblo, donde empezaba la selva. Allí vivió un tiempo hasta que se compró una finca que se llamaba Santa Ana, que siempre creí que era Santana, donde fui tantas veces a compartir mi niñez con mis primos, sobre todo con Carlos Enrique, a quien llamaban Like.

En la época que Tío Torcuato estaba en la Hacienda Montero, vivía en una casa blanca, de larga fachada que estaba al frente de un enorme patio de losas de arcilla que usaban para secar el café. Allí me dejó mamá la primera vez, con una pequeña maleta de cuero y con mis seis años, a buen resguardo, la primera vez que se zafó, sin más opciones para mí, de mi mano, siempre agarrada de su falda. Se devolvió a Caracas porque tenía que ir a su trabajo.

Mis primos ni siquiera se me acercaban. Transcurría mis días allí con ellos, sentado en el piso o en los brocales del patio de secar café viéndolos jugar con otros muchachitos hijos de empleados de la Hacienda. Un buen día me desperté con una fiebre muy alta la cual me mantuvo en cama bastante tiempo, más de una semana. Ya venía yo sufriendo de fiebrones súbitos, frecuentes. Una vez postrado, nadie tenía que ver conmigo. Solamente Carmen, la esposa de mi tío Torcuato, que fue la que me dijo que me acostara y no me levantara más hasta que se me quitara la calentura. La cama que me dieron estaba sola, en un cuarto enorme, de techos y puertas muy altas, oscuro, sin nada en las paredes. Apenas un perchero con un sombrero muy usado, oxidado y arrugado. Era un sitio tan solitario que parecía abandonado. Carmen, una vez al día, entraba velozmente y me dejaba sopa, plátano sancochado y pan. Salía de igual manera, sin decir palabra, estrujándose las manos en la falda que llevaba hasta que alcanzaba la puerta, la cual cerraba rápidamente. Una tarde de mi postramiento, sumido en mi sopor, sentí por primera vez que alguien abría la puerta con lentitud pues la luz entraba muy poco a poco. No era a lo que yo estaba acostumbrado. Me estremecí por lo diferente y en mi letargo volteé lleno de curiosidad hasta posar mis ojos en una silueta menuda que fue apareciendo y que recibía desde arriba el haz de luz que se iba formando, con infinidad de partículas de polvo que flotaban. Al terminar de entreabrir, la figura se recostó de la pared que le quedaba atrás, y fue cuando pude verla en todo su esplendor. Se trataba de Yolanda, una primita linda a la que yo le huía falto de argumentos debido a la admiración que le tenía. Con sus brazos escondidos detrás de su pequeño cuerpo y su grácil sonrisa, me dijo que no me preocupara que pronto me pondría bien. Me miró en silencio apenas unos instantes más hasta que bajó sus ojos y se fue por donde entró, y tras ella se esfumó la luz que le manaba. Me quedé en silencio viendo hacia esa enorme puerta de dos hojas cubierta por el negro de la habitación neutralizado por el gesto de La Yola, quien así me hablaba por primera vez.

Después de esta etapa de Montero, me dejaban era en aquella casa que mi tío ocupó al salirse de esta Hacienda, una casa azul con zócalos rojos muy altos, que llamaban La Quinta, ubicada en un rincón del pueblo, al pié de la montaña El Peñón, donde él tenía además un rancho casi en la cima a donde se iba a pie a escribir y a meditar. Acá abajo La Quinta estaba enclavada en el medio de un gran terreno, y al frente tenía construida una cancha de basquetbol completa.

Mis primas Carmen Cecilia (La Nena) y Yolanda (La Yola), las dos hijas de tío Torcuato, me consentían mucho. Ese año, el día de mi cumpleaños, me hicieron una piñata con sus manos que consistía en un número ocho, a base de cartón, que forraron con papel crepé de color rojo y le guindaron unos mediecitos, que eran de plata y valían la cuarta parte de un bolívar, en tiras entorchadas del mismo papel crepé. La piñata la colgaron en uno de los aros de la cancha. No tenía ni media hora de haber sido guindada cuando se apareció mi primo Miguel Eduardo y se encaramó en la estructura que sostiene el aro donde estaba la piñata y se dedicó a quitarle uno por uno todos los mediecitos que tenía de adorno. Yo vi aquello incrédulo, y no dije ni una palabra. En la noche, Miguel Eduardo, un poco mayor que yo, estaba arrodillado en el corredor de la casa, castigado por tío Torcuato.

Cuando mi tío se compró la finca Santa Ana, entonces era allá donde yo iba a parar. Me acercaba al río a pescar y montaba a caballo. Like era el de los hijos de mi tío con el que más andaba. Era muy amigo de los muñequitos de vaquero. Los tenía a todos en una caja de zapatos dentro de su closet. Cuando yo estaba nos poníamos a jugar al pie de una mata de mango inmensa que había al lado de la entrada de su casa, cuyas grandes raíces sobresalían del suelo haciendo pequeñas cimas que utilizábamos como guaridas y cuarteles. Like era un experto en el manejo de los muñequitos, que eran simples, hechos de molde, pero que se tornaban sumamente atractivos a raíz del trabajo que les hacía, consistente en pintarlos con gran minuciosidad y ponerles ropa. Tenía sus favoritos, que se los reservaba para él. Yo participaba con los menos arreglados y que requerían menos de su atención. Nos divertíamos mucho. Sobre todo él. Yo más que nada simulaba el manipuleo de los vaqueritos pero era para observar su emoción, sus ademanes y su destreza, la cual reflejaba sobre todo en las peleas entre el vaquero bueno y el bandido, cuando él solo entablaba una simulada conversación entre ellos hasta que el supuesto diálogo terminaba en la consabida pelea. Hacía ruidos con la boca simulando los puñetazos, las caídas al piso, las quejas tras el golpe. Los tiros eran de un realismo increíble. Cuando montaba a un vaquerito en un caballo, lo lanzaba a correr agarrado entre sus dedos y el sonido que emitía con la boca simulando el de un galope era para quedarse absorto.

Montero, La Quinta y Santa Ana fueron impactantes descubrimientos, y escalonaron hacia arriba una subida donde el primer peldaño lo pisé en Caracas, en mi casa de Coche. En Montero descubrí el campo, y se me encimó en forma de una pradera que rodeaba al punto donde yo estaba, donde yo llegaba, lleno de paredes blancas y techos rojos, paredes atacadas de sol y débiles para repelerlo, porque todas eran de un blanco puro y se rendían a la resolana, resolana que junto a la fiebre que me dio también me rindió. Ambas cosas me acaloraron tanto el cuerpo que me llegó hasta el alma. La indiferencia de mis primos me entristeció el corazón hasta que apareció Yolanda con sus palabras en la puerta de mi cuarto. Pensé que esa era la vida, y estaba dispuesto a asumirla.

La Quinta me reconfortó porque aquel abandono y soledad que había sentido el año pasado en Montero, siempre sudado, y que creí que siempre iba a ser así, se quedó atrás gracias a mis primas y sus piñatas que me recibieron todas sonreídas cuando volví al año siguiente y luego al otro; un año fue de tapara y el otro fue de cartón forrado de papel crepé, guindadas ambas entre el frescor de los mangos que rodeaban la cancha, frescor que no sabía de dónde provenía pero que sentía tan hondo que suspiraba profundo y me enrumbaba el talante.

El año siguiente fue el último, y me tocó en Santa Ana. Me desprendí de prejuicios y me adapté al ambiente. Ya no pensaba en sudores, calores, fiebres, soledades, abandonos, oscuridades ni indiferencias. No hubo las piñatas de La Quinta pero la mata de mango que estaba a la puerta de la casa de la finca era inmenso, y ponerme debajo de él me era suficiente. Ver a Like divertirse con sus muñequitos de vaquero bajo aquella grandiosa sombra coronaba el escenario y todo eso me bastaba; tanto me gustaba, que me resultaba hasta más excitante que el mismo hecho de yo divertirme.