sábado, 20 de agosto de 2016

Jacobo


Urbanismo y humanismo: entre lo urbano y LO VIVIDO
Esta es la historia del regalo de mi primera sortija, un día como hoy, día de mi cumpleaños; y de cómo la honradez y la bondad llevaron a un hombre a tener un éxito muy completo en su vida.

En su trabajo, mamá tomó a su cargo un “san”, que era como una especie de cooperativa entre los empleados que quisieran meterse. Le daban a guardar un monto mensual de dinero. Cada mes le tocaba lo acumulado a una persona diferente. Tenía todo lo relativo a eso en la primera gaveta de su escritorio, del lado derecho.

Compaginaba su trabajo con la coordinación del “san”. Llevaba perfectamente sus cuentas en un cuaderno que tenía todo los aportes de las personas, las cuales generalmente no ponían completo lo que les tocaba, sino que lo iban dando poco a poco. Había también quienes pagaban adelantado y otros que daban la ronda completa de manera de no tener cuotas hasta que les tocara a ellos.

Con ese “san” se organizó varios años para cumplir con sus compromisos, porque de su sueldo salía solamente el pago de la vida diaria y el de los colegios, su atavismo, y siempre le faltaba. Con el “san” resolvía las inminencias y en el camino superaba los déficits. Nunca tuvo inconvenientes. Siempre pagaba completo. Así estuvo muchos años.

Todas las cosas que teníamos que no eran esenciales las obtenía fiadas, y se valía del “san” para pagarlas. Las adquisiciones de esas cosas las hacía allí mismo en su trabajo del Hospital, de vendedores ambulantes que se presentaban a ofrecer mercancía a crédito. Entre ellos había españoles, portugueses, árabes y judíos, todos comerciantes de cualquier tipo de cosas, entre ellos artefactos de cocina, artefactos eléctricos, ropa, lencería, bisutería, joyas. Había de todo. No había un empleado del Hospital que no tuviese una cuenta con alguno de estos vendedores. Todos ellos se paraban en un patio, alrededor de un gran árbol que había allí. Envolvían al árbol en una especie de círculo, cada uno con sus corotos. La cuestión estaba tan institucionalizada que la cajera del Hospital tenía una lista de quienes le debían a los vendedores y la cuota que debían pagar. Cuando el empleado se presentaba en la taquilla buscando el sobre de su sueldo, buscaba en la lista y tenía la osadía de descontarle lo que le correspondía pagar a alguno de los vendedores por alguna cosa que hubiese sacado a crédito. El Director se enteró de esta práctica y mandó a eliminar el procedimiento y que cada empleado recibiera su sobre completo. Posteriormente se determinó que había una comisión que obtenía esta cajera de cada uno de los vendedores.

Mamá también tenía sus cuentas. Su “marchante” principal era un señor de origen judío que se llamaba Jacobo Bock, de baja estatura, calvo, serio y silencioso. Iba con su esposa al Hospital a vender y a cobrar. Traía artefactos eléctricos de Margarita. Jacobo Bock tenía una especial consideración con mamá. Ella le sacaba de todo y éste siempre le extendía los plazos de pago. Mamá le llegó a comprar desde un televisor hasta joyas.

Pasado el tiempo Don Jacobo se concretó a las joyas, y cambió los dos baúles de mercancía por un sencillo maletín que era su muestrario. Además de vender zarcillos, pulseras, medallas, collares y cadenas, vendía también sortijas a la medida, y las hacía al gusto del cliente, a quien le presentaba fotos con modelos.

En una oportunidad mamá le mandó a hacer una sortija para regalármela el día de mi cumpleaños. Para ello, le dio confiada un brillante muy pequeño, para que lo montara en oro blanco. Varios días después del encargo, fuimos los dos a la casa del marchante a buscar la sortija. Era un apartamento humilde que quedaba en un edificio de un blanco desgastado y sucio, arriba de la Plaza La Estrella de San Bernardino. El mismo Jacobo, con su eterna camisa blanca y sus elásticas negras, nos abrió la puerta y nos mandó a pasar. Nos sentamos en el recibo en unos muebles forrados de tela con dibujos de flores que estaban manchados de grasa de tanto apoyarle las manos. Jacobo se sentó en el sofá con su esposa al lado.

Nos atendió cordialmente sin risas ni estridencias pero con la comisura de sus labios siempre hacia arriba. Mamá estuvo conversando con él un largo rato de varios temas. A los minutos se paró la señora y regresó con la sortija. La estuvieron viendo y comentando. Mamá lucía complacida. La sortija se la pagaría por cuotas a los generosos plazos que le daba Jacobo, quien un buen día se desapareció del Hospital y no se supo más de él.

La sortija no me duró mucho. La perdí inexplicablemente.

A través de su vida mamá se convirtió en la gran proveedora de sortijas de oro para toda la familia. Todos sus hijos contamos con su magia para recibir de ella una sortija de regalo, sin nosotros proponérnoslo. Sus nietos también fueron objeto de esa, su mágica facultad, pues nunca nos pidió dinero y solamente disponía de sus pensiones de jubilación. Ninguna de las nietas se quedó sin una sortija de oro trajinada por mamá, para quien toda su vida ha tenido significado proveer con este tipo de detalle a sus hijos y a sus nietos. Muchos años después de jubilada llegó hasta a desmontar el único anillo con brillantes que tenía para mandar a hacer sortijas para sus nietos.

Un buen día, a los meses de la compra de aquella sortija para mí, el bondadoso Jacobo la llamó por teléfono pero no para cobrarle la cuota, sino para que dejara eso así, y además para ponerle a la orden un negocio que acababa de abrir en uno de los pasillos de las torres de El Silencio y que le puso por nombre la Optica Roxy.

Hoy en día, esa Óptica creció de tal manera, que se convirtió en una cadena con sucursales en todo el país, la que atienden sus hijos y sus nietos y que se llama la Óptica Caroní.