lunes, 13 de abril de 2020

La casa azul


Puerta adornada en el casco antiguo de trinidad Foto Premium


LA CASA AZUL
Poseemos cosas, pero lo único que tenemos es tiempo.

          Mi abuelo murió muy joven, de apenas sesenta y cuatro años. Dejó a mi abuela y seis hijos.

          Además, dejó importantes bienes de fortuna. Por ejemplo: un hato con ocho mil reses adentro, un bien que para el momento era como tener en una bolsa ciento diez kilos de oro. 

          Debido a esos bienes se desataron pleitos internos entre mis tíos que duraron muchos años. Se formaron dos bandos, uno en Caracas y otro en San Fernando de Apure, que era donde se la pasaba mi abuelo la gran mayoría de su tiempo, dedicado a lo que mejor sabía hacer y a lo que más le gustaba: la cría de ganado.

          El bando de Caracas eran tres tíos, y el de San Fernando era un solo tío. Había dos tíos más que se mantuvieron al margen. Y estaba mi abuela, en el medio de todo eso.

          Desde que se murió mi abuelo hasta cuando se murió mi abuela pasaron veinte años, los últimos veinte años de vida de mi abuela, los cuales le fueron amargos, pues tuvo que soportar el desarrollo de esos pleitos dentro de la familia.

          Desde que se murió mi abuela en adelante, por alguna razón los bienes comenzaron a deteriorarse de tal manera, que en veinte años más todo lo que dejó mi abuelo ya no existía. Se volvieron polvo de tierra, que cuando uno pasa por ahí, lo ve.

          Los sucesos pertenecientes a cómo mi abuelo creó su fortuna hasta que esa fortuna se volvió polvo de tierra sucedieron antes de que yo naciera. Y cuando nací, ya todos los personajes que los protagonizaron estaban muertos. Pero me enteré que ninguno de ellos, salvo el hijo mayor, le pudo obtener una moneda de beneficio a esa buena cantidad de bienes de fortuna.

          El hijo mayor de mi abuelo fue el único que lo acompañó desde el principio hasta el día de su muerte, codo a codo, a hacer crecer en cantidad y en calidad a esos bienes, y fue el único que les sacó provecho. Este señor, años después, también se murió en San Fernando de Apure, haciendo lo que más le gustaba, al igual que mi abuelo, y casualmente a la misma edad.

          He conocido casos similares a este, unos ya cerrados y otros en pleno discurrir, y todos tienen un desarrollo y un final, que no serán iguales unos a otros en los hechos, pero sí en los resultados universales, unos resultados que me hacen concluir que las cosas son de quien las hace, y que cualquier otro que le quiera sacar provecho, no lo va a lograr, y si lo logra, esos resultados se les atomizarán en el breve tiempo.

          Son historias que pareciera que los protagonistas fueron puestos allí por algo o por alguien para que las llevaran a cabo, porque era necesario que sucedieran para que el orden establecido no se interrumpiera.

          Vivirlas y narrarlas, o conocerlas y plasmarlas, es un privilegio, porque nos permiten mostrarlas para que los que vienen detrás las conozcan y se den cuenta que en la vida lo que esencialmente nos pertenece es lo que hacemos. 

          Conocer esta historia me hizo escribirla (novela La casa azul), y escribirla me hizo recordar a uno de los profesores más sabios que tuve en mis estudios de ingeniería civil, un hombre de corazón humilde, que por lo mismo no lo quiero nombrar. Mi profesor heredó una casa que le hizo su hermano a su mamá, y la puso a nombre de ella. Por ser hijo de la misma madre, mi profesor heredaba, pero él no quiso meterse en eso.

          El argumento que me dio fue el siguiente, palabras más, palabras menos: “Hay que hacer, para que el día de mañana no haya necesidad de tener que ir a buscar lo que otros hicieron”.

José Durabio Moros