LA CASA AZUL
Poseemos cosas, pero lo único que tenemos es tiempo.
Poseemos cosas, pero lo único que tenemos es tiempo.
Mi abuelo
murió muy joven, de apenas sesenta y cuatro años. Dejó a mi abuela y seis
hijos.
Además, dejó
importantes bienes de fortuna. Por ejemplo: un hato
con ocho mil reses adentro, un bien que para el momento era como tener en una
bolsa ciento diez kilos de oro.
Debido a
esos bienes se desataron pleitos internos entre mis tíos que duraron muchos
años. Se formaron dos bandos, uno en Caracas y otro en San Fernando de Apure,
que era donde se la pasaba mi abuelo la gran mayoría de su tiempo, dedicado a
lo que mejor sabía hacer y a lo que más le gustaba: la cría de ganado.
El bando de
Caracas eran tres tíos, y el de San Fernando era un solo tío. Había dos tíos más
que se mantuvieron al margen. Y estaba mi abuela, en el medio de todo eso.
Desde que se
murió mi abuelo hasta cuando se murió mi abuela pasaron veinte años, los últimos
veinte años de vida de mi abuela, los cuales le fueron amargos, pues tuvo que
soportar el desarrollo de esos pleitos dentro de la familia.
Desde que se
murió mi abuela en adelante, por alguna razón los bienes comenzaron a
deteriorarse de tal manera, que en veinte años más todo lo que dejó mi abuelo
ya no existía. Se volvieron polvo de tierra, que cuando uno pasa por ahí, lo
ve.
Los sucesos
pertenecientes a cómo mi abuelo creó su fortuna hasta que esa fortuna se volvió
polvo de tierra sucedieron antes de que yo naciera. Y cuando nací, ya todos los
personajes que los protagonizaron estaban muertos. Pero me enteré que ninguno
de ellos, salvo el hijo mayor, le pudo obtener una moneda de beneficio a esa buena
cantidad de bienes de fortuna.
El hijo
mayor de mi abuelo fue el único que lo acompañó desde el principio hasta el día
de su muerte, codo a codo, a hacer crecer en cantidad y en calidad a esos
bienes, y fue el único que les sacó provecho. Este señor, años después, también
se murió en San Fernando de Apure, haciendo lo que más le gustaba, al igual que
mi abuelo, y casualmente a la misma edad.
He conocido
casos similares a este, unos ya cerrados y otros en pleno discurrir, y todos
tienen un desarrollo y un final, que no serán iguales unos a otros en los
hechos, pero sí en los resultados universales, unos resultados que me hacen
concluir que las cosas son de quien las hace, y que cualquier otro que le
quiera sacar provecho, no lo va a lograr, y si lo logra, esos resultados se les
atomizarán en el breve tiempo.
Son
historias que pareciera que los protagonistas fueron puestos allí por algo o
por alguien para que las llevaran a cabo, porque era necesario que sucedieran
para que el orden establecido no se interrumpiera.
Vivirlas y
narrarlas, o conocerlas y plasmarlas, es un privilegio, porque nos permiten
mostrarlas para que los que vienen detrás las conozcan y se den cuenta que en
la vida lo que esencialmente nos pertenece es lo que hacemos.
Conocer esta
historia me hizo escribirla (novela La casa azul), y escribirla me hizo recordar a uno
de los profesores más sabios que tuve en mis estudios de ingeniería civil, un
hombre de corazón humilde, que por lo mismo no lo quiero nombrar. Mi profesor
heredó una casa que le hizo su hermano a su mamá, y la puso a nombre de ella.
Por ser hijo de la misma madre, mi profesor heredaba, pero él no quiso meterse
en eso.
El argumento
que me dio fue el siguiente, palabras más, palabras menos: “Hay que hacer, para
que el día de mañana no haya necesidad de tener que ir a buscar lo que otros hicieron”.
José Durabio
Moros