martes, 13 de julio de 2021

DEMMER

DEMMER
“Lo que uno ama en la infancia, se queda en el corazón para siempre”. Rousseau

          Por allá por los inicios de los años veinte llegó a Venezuela en solitario, un inmigrante alemán, solamente con una maleta, su profesión de médico y unos cuantos papiermarks, la moneda alemana de aquellos tiempos, en el bolsillo. De La Guaira subió a Caracas y se instaló en una pensión.

          Comenzó a salir para ir conociendo a la ciudad capital del país que había seleccionado para huirle a las secuelas que había dejado la primera guerra mundial en Alemania, tanto sociales como económicas, donde sucedían atentados frecuentes contra judíos y comenzaba una hiperinflación inédita.

          Con el tiempo se fue alejando de los alrededores de la pensión. Ya dominaba mucho mejor el español, y en un momento dado conoció a una joven venezolana, hija de un señor de apellido Granados, coleccionista de peces, una vocación que lo llevó a fundar un acuario que se llamaría "Agustín Codazzi" y que años después sería donado a la Universidad Central de Venezuela y que estaba ubicado en los alrededores de la gran ciudad. Al poco tiempo se casó con ella y se fueron de Caracas.

          Por alguna razón fueron a dar a Montalbán, una apartada población de los altos de Carabobo. Allí comenzaron a buscar alojamiento hasta que supieron que había una señora llamada Carmen Tortolero de Núñez, quien tenía una casa grande y que podría ofrecerles hospedaje. La localizaron, conversaron con ella y lograron que Doña Carmen les cediera un cuarto.

          Julio Demmer, que era como se llamaba este inmigrante alemán, era un hombre de suaves modales, muy blanco, de ojos azules y tez rosada. Comenzó a darse a conocer en el pueblo como médico, ofreciendo sus servicios a domicilio, ya que no tenía consultorio. Entre sus ofrecimientos estaba el de médico tratante de mujeres embarazadas y el de partero, para atenderlas en sus casas en el momento que fueran a dar a luz.

          Doña Carmen era la mamá de mi abuela Natividad, quien tenía 27 años para el momento. Ya estaba casada y tenía siete hijos en su haber, todos traídos al mundo por Hortensia Madroño o por Juliana Mendoza, las dos comadronas del pueblo. Para la fecha de estar ya asentado el Dr. Demmer, mi abuela estaba nuevamente embarazada.

          Mi bisabuela habló con él para que le atendiera el parto, y es así como el 29 de diciembre de ese año, en una casa de la calle Carabobo de Montalbán, nació mi mamá, el primer hijo de mi abuela no atendido por una comadrona; esta vez fue por las cálidas manos de Julio Demmer, médico partero.

          A partir de esa experiencia, los tocayos Julio Demmer y mi abuelo Julio Manzo hicieron una estrecha amistad, abultada de admiración y cariño mutuo.

          La debacle en los precios del café debido a la Primera Guerra Mundial hizo que mi abuelo abandonara la agricultura y se fuera de Montalbán. Emigró para Valencia con toda la familia y luego para Caracas, entusiasmado con un buen cargo que le asignaron en la Gobernación. Demmer continuó en el pueblo, pero al poco tiempo le siguió los pasos. Se mudó también para Caracas y se convirtió en el médico de la familia y hasta de la mascota de mi abuela, que se llamaba Fiat, un perro pequeño, blanco con manchas negras, de pelo corto y grandes orejas. Fiat lloraba de alegría cada vez que Demmer llegaba a la casa.

          Mi abuelo murió años después, pero Demmer llegó a hacerse tan familiar que no dejaba de visitar a mi abuela una o dos veces a la semana. Y si mi abuela no le salía por alguna razón, se quedaba en el recibo solo, jugando con Fiat, hasta que se le hacía de noche tarde, y se iba, cerrando la puerta silenciosamente.

          Así fue durante mucho tiempo, hasta que mi abuela también murió. Demmer siguió yendo a la casa. Saludaba a mis tías y a mi mamá y se quedaba en el recibo, ahora a estar con Fiat, hasta que llegó el momento en el que dejó de ir. Desde allí en adelante Fiat se la pasaba en el recibo, montado arriba de una de las poltronas, la que quedaba justo al frente de la puerta.

          Lo último que supe de Demmer fue por una información que me dio mi mamá, de que se hizo un viaje desde Caracas hasta el Campo de Carabobo a pie, teniendo más de ochenta años, y el inédito acontecimiento salió en el periódico. Esa noticia fue siendo yo muy niño, y hasta el Sol de hoy.

          Pero tengo conciencia de Demmer desde los últimos años de mi abuela en vida y un poco más, que pude verlo varias veces, la mayoría de ellas sentado con Fiat, solitario en el recibo, ensimismado. Prefería estar así a tomar el periódico o alguna de las revistas que allí estaban.

          Este es el mes en el que sucedió la ida de La Tierra de mamá, y es el año de su centenario. Reflexionando sobre eso me acordé de Demmer, una persona con quien me encariñé sin saber lo que era eso. A tan corta edad tampoco sabía que había atendido a mi abuela cuando dio a luz a mi mamá, y fue muchos años después que me di cuenta que era alguien extremadamente agradecido. 

          Un día entendió que tenía que desaparecer, pues se había acabado el cariño de mis abuelos junto con ellos, y tenía que desprenderse de todo lo que se los recordara.


Fuentes:
Cuatro medallas y tres diplomas. 2009, J.D. Moros, Micompumedia
Composición fotográfica: Gustav Gerneth: https://www.lainformacion.com/mundo/ & 
perro terrier: https://pixabay.com/es/photos/animales-perro-jack-russell-terrier-3331794/, con Pixabay License