martes, 28 de diciembre de 2021

Cinco días después de la Noche de Paz



CINCO DIAS DESPUÉS DE LA NOCHE DE PAZ

…“hay que cuidarse del que no canta, porque algo esconde. Eso lo aprendí de mi madre que fue la primera buena noticia que conocí”. Facundo Cabral


                Enseguida de casarse y como era de esperarse, Natividad, mi abuela, salió embarazada, y le nació un varón exactamente nueve meses después. Mi abuelo Julio arreció en sus quehaceres agrícolas y rápidamente se tornó en un próspero productor de café, tanto, que hasta adquirió otras fincas en los alrededores: “El Pintero”, “La Morenera”, “La Vega de Blohm”, todas convertidas en pocos años en fincas productivas. 

                     Pasarían  los años y allí mismo entre los cafetales de Aragüita, en la Finca de mi bisabuelo pero que era donde vivían Natividad y Julio, vendrían seis muchachos más, año tras año, lidiando todos con las calamidades de la época y las naturales del medio rural de aquellos años: los parásitos, las lombrices, los piojos, las niguas, que se las sacaba mi abuela de los pies con una aguja de coser, sentados de emergencia sobre la mesa de planchar, anécdotas impresionantes que ella contaba. Deambulaban los chinches en los techos, y en el agua la fiebre infecciosa, que llamaban, que le daba sobre todo a los niños, la cual podía ser mortal. De hecho le dio a ese primer hijo, quien pudo salvarse gracias a una cuarentena, al agua azucarada y al jugo de piña.

                  Se pasaron casi una decena de años viviendo y luchando dentro de la Finca, con el olor permanente de la tierra y el mastranto, entre sus ríos y sus siembras de café, hasta que llegó el año de 1920, recién pasada la pandemia de la gripe española, cuando, luego de estar todo ese tiempo rodeados de obreros del campo, pájaros enjaulados, gallinas pica tierra, gallos pirocos, loros, cochinos, perros y gatos, se fueron para el pueblo, a vivir entre la gente, a  tener vecinos y a descubrir amiguitos. 

                Don Julio hizo esa mudanza no solamente por mejores perspectivas de vida para la familia, sino también debido a una consecuencia de amor fraterno: a raíz de la muerte de su papá, Miguel María, ocurrida dos años antes por la pandemia, sus hermanas habían quedado solas en la casa del pueblo. Fue entonces cuando mi abuelo se mudó para una que quedaba justo al lado de la de su papáahora ocupada solamente por aquellas dos amorosas mujeres, la casa donde había vivido su padre hasta que lo sorprendió la gripe española.

              Es así como a partir de ahora los hijos no tendrán más dificultad para ir a la escuela, pues antes les quedaba muy lejos, a casi veinte cuadras, una distancia que iba desde Aragüita hasta la torre del campanario de la Iglesia del pueblo. Algunas veces se iban en una carreta y otras veces a pie y sin perder el ritmo para no llegar tarde de manera que el tío Pancho, el esposo de su tía Josefina y también maestro de la escuela, no les diera en la mano con la palmeta por llegar tarde.

               Casualmente ese mismo año arribaba al pueblo un médico alemán que tendría gran influencia en la modernización de los servicios médicos que se le daban a la gente. Buscando de allá para acá finalmente se hospedó en la Casa de la Virgen, de un blanco limpio y que era propiedad de Doña Carmen Tortolero de Núñez.

               Doña Carmen, a quien le decían mamá Pama, era la mamá de mi abuela Natividad. El médico se llamaba Julio Denmer y la casa se conocía con ese nombre porque en la época colonial fue propiedad de la iglesia católica, y la renta que producía se le dedicaba a las festividades de la Virgen de la Inmaculada Concepción, la patrona del pueblo. 

          El médico Julio Denmer comenzó así sus actividades médicas como partero a domicilio, y una de sus primeras pacientes, por pedido de mi bisabuela, mamá Pama, fue precisamente mi abuela Natividad, quien hasta ahora, como todas las mujeres del pueblo con hijos, siempre había parido en manos de comadronas.

               Es así como en una casa grande de la calle Carabobo de Montalbán, a donde recién se había mudado Don Julio con toda la familia, en ese portal a la vecindad ubicado frente a una calle de tierra, a cuadra y media de la Plaza Bolívar y al lado de la casa de las tías Heriberta y Carmelita, nació, en época de Navidad, Tomasa María del Valle, un 29 de diciembre, día de san Tomás de Canterbury, el santo de turno en el calendario, cinco días después de la Nochebuena, en una familia austera pero próspera, y que no dejaba de seguir creciendo.

              María del Valle, a quien a la postre llamarían solamente Valle, se convirtió en el primer hijo de Natividad y Julio que nacía por fuera de la finca Aragüita, y el primer hijo que no nacía en manos de comadronas. Fue como si todos se hubieran venido de la Finca para esperar en el pueblo a la buena nueva que ahora llegaba, la que marcó un acontecimiento que iniciaba el adiós al aislamiento y a la incertidumbre.

              Natividad tenía apenas veintisiete años y con Valle llegaba a los ocho hijos. El parto no lo atendió ni Hortensia Madroño ni Juliana Mendoza, comadronas las más cotizadas del pueblo, sino que lo atendió este aventurado médico alemán, catire y rosado, que había llegado recientemente al pueblo con sus ropas rucias y su maletín negro, casualmente a la casa de mamá Pama como si hubiese sido mandado por alguien.

                 Faltaban apenas dos días para que terminara el año. Llegado ese día, mi abuela le contaba a mamá que, en la noche temprano, Don Julio y todos se fueron a la misa de fin de año, en la iglesia de la Inmaculada Concepción, a cuadra y media de la casa, y ella se quedó en la casa, obviamente, al cuido de María del Valle, tenida todo el tiempo en sus brazos envuelta en pañales de tela cruda. A poco vendrían de regreso para recibir el nuevo año junto al nuevo miembro de la familia. Llegado el momento, todos estaban en el cuarto de Doña Natividad, inclusive su hermana Gertrudis quien se vino con los hijos y el esposo desde Aguirre. Y estaban también Carmelita y Heriberta, sus tías solteras, quienes vivían en la casa de al lado y acompañaban todos los días a Natividad para conversarla, y el tema casi que solamente era el de lo bien que se veía la niña. 

               Al comenzar las sólidas campanadas de la iglesia, comenzaron a comerse unas uvas que había traído Don Julio, una uva con cada campanada, un deseo con cada uva. Hubo abrazos entre todos y frases de amor y de buenos augurios. No existía electricidad en el pueblo y apenas una lámpara de carburo alumbraba aquel regocijo. Mamá me dice que mi abuela también se comió sus uvas, y por cada uva repetía el mismo deseo: "larga vida para esta niña, larga vida para esta niña".

               Mamá vivió noventa años, y siempre fue devota de la unión familiar y de la paz en la familia, esa misma familia que la rodeó el día de su nacimiento. Y esos hermanos después en sus vidas también tuvieron todos familias ejemplares, unidas y en paz. Paz, como en la que vivió ella toda su vida con todos los que la rodeaban. Paz, como la que la rodeó aquel día de su nacimiento cinco días después de la Noche de Paz. Paz, como de la que conversaba y convencía. Paz, como la que vivió con nosotros sus hijos y la que dejó para nosotros, tal y como dijo San Juan: "La paz les dejo, mi paz les doy".
 

sábado, 25 de diciembre de 2021

El Niño Jesús y la música


Nuestra casa de Coche, la casa de nuestra niñez, aún vive.

 EL NIÑO JESÚS Y LA MUSICA

“...parece que fue ayer, el Rey Melchor se lo hizo bien conmigo, y me trajo una guitarra...” Joaquín Sabina.

          Mamá procuraba darnos vida tradicional en las costumbres y en las creencias. En diciembre nunca faltaba el aguinaldo, un pequeño regalo inesperado, y el regalo que nos traía el Niño Jesús, un regalo siempre acorde con lo que le solicitábamos en nuestras cartas, hechas de lo más decentes.

              Con mis incipientes nueve años, alegre y optimista como siempre he sido, le pedí en mi carta un cuatro, un reloj y cien bolívares. Al abrir los ojos el día 25 en la mañana y asomarme a mis zapatos, efectivamente tenía las tres cosas montadas sobre ellos, mis zapatos negros del colegio, que me había ocupado de pasarles el cepillo para pulirle las grietas y colocarlos justo uno al lado del otro en el centro del piso al pie de mi cama, a la vista, por el lado derecho, que era el lado que daba hacia la ventana porque por allí era que se colaba el Niño Jesús para traernos los regalos. Así como encontré las tres cosas acomodadas arriba de mis zapatos, también encontré a mamá, oronda, allí sentada, al pie de la cama por el lado derecho, pendiente de cuando yo abriera los ojos. Me pareció un milagro aquello de los regalos, y lo que hacía era reírme de asombro, pero no tanto por los regalos en sí mismos, sino por el hecho de que se haya dado aquella expectativa donde efectivamente el Niño Jesús le traía cosas a uno. Me parecía algo mágico. 

               Lo primero que tomé fue el billete de cien bolívares, un billete marrón, nuevo. Me pareció increíble que pudiese tener en mis manos una cosa que tenía tanto valor, según le había oído a mamá, mi fuente de información. Al tener el billete por unos minutos, que lo veía por el anverso y por el reverso, mamá se dirigió a mí con la palabra, y en un tono solemne y firme, me dijo, que como yo era un niño bueno y que quería tanto a su mamá, yo le iba a regalar ese billete de cien bolívares a ella, sugerencia la cual acepté muy de acuerdo, en el instante, y le alargué mi brazo y se lo di, convencido de sus palabras, pues era tal cual como ella había dicho. Por cierto que muchos años después, siendo yo ya todo un hombre, me enteré en conversaciones con ella misma, que el admirado billete se lo había presteado mi esmerado tío Oscar para cumplir con los requerimientos de mi carta al Niño Jesús. Ahora, l cuatro y el reloj sí se quedaron en mi poder.

               Yo no sabía tocar cuatro, por supuesto, y fue ese el que me acercó a la música para siempre. A los pocos días, no recuerdo de dónde, me llegó el método de Oscar Delepiani, con sus gráficos tan elocuentes para las posiciones de los dedos, y con sus canciones, que consistían en las más sencillas para dar los primeros pasos en el cuatro. Primero me interesé en saber afinarlo con el cam-bur-pin-ton. Me lo propuse como un reto. Debía sentirlo en el cerebro al pulsar cuerda por cuerda con mi milagroso pulgar de la mano derecha, tal cual y como lo vi por la televisión, que fue cuando se me grabó esa cadencia. Después de mucho rasgar finalmente aprendí a afinar el cuatro. 

               Empecé mi experiencia con Delepiani, todo un tesoro para mí, hasta que me aprendí con extrema alegría las canciones "Allá en el Rancho Grande" y "Compadre Pancho", que tocaba en todas partes por toda la casa. Allí me quedé durante un tiempo hasta que descubrí "Fúlgida Luna", lenta, cadente y sencilla. Una canción que me descubrió el alma. Me encerraba en el cuarto y la tocaba y la cantaba insistentemente.

               Por las noches mamá era mi auditorio, allá en la salita del piso de arriba. Los dos parados uno al frente del otro con el escritorio de madera de caoba, que había sido de papá, de por medio. Yo tocando y cantando y ella oyendo, danzando con medio cuerpo y palmeteando, sonreída todo el tiempo, viéndome con los ojos disparados fijos en mi cara, para al final decirme, contenida y aplaudiendo: “-bueeeeno. ¡Qué bueno!”.