FELIZ NAVIDAD
“En diciembre las cosas son más hermosas, las estrellas titilan
maravillosas. Los niñitos esperan a su Pájaro Loco a su Pato Pascual, que
lucen orgullosos el día veinticinco porque es la navidad...”
José Luis Rodríguez
Papá ya tenía 8 años de haberse ido y mamá tres años trabajando
como secretaria de mi primo Aurelio en el Hospital de Coche.
Exprimiendo su cuarto grado desarrolló su redacción propia y ya sacaba
desde hacía tiempo cartas y oficios en máquina de escribir.
A raíz de las recomendaciones del sicólogo, se vio obligada a
escribirle una carta al Padre Prefecto del Colegio Don Bosco.
Ciudadano
Padre Prefecto del Colegio “Don Bosco”
Valencia Edo.- Carabobo.-
Muy Reverendo Padre Prefecto:
Me dirijo a Ud. respetuosamente, en ocasión de hacer llegar a su
conocimiento, que mi representado José Durabio Moros Manzo, a quién
Ud. deferentemente acogió como alumno del internado de ése Instituto,
no podrá continuar por los momentos, debido a que por presentar ciertos
trastornos de tipo emocional, al regresar a la casa después del mes que
estuvo en el colegio, tuve necesidad de consultar con un médico
especialista en estos problemas de los niños, el cual me aconsejó no
regresarlo al internado, hasta no tener siquiera dos años más de edad.-
Oportunamente pasaré por la Secretaría del Colegio a cancelar la deuda
pendiente, ya que los recibos que me han pasado ameritan
reconsideración, tomando en cuenta el tiempo que el niño estuvo en el
Plantel.-
Pido a Ud. disculpe la demora que ha tenido esta participación, pués
además de la situación anormal en que estabamos, esperaba la opinión
del médico.-
Reciba para Ud. el Padre Director y demás profesores, el respeto y
agradecimiento de José Durabio.-
Sin más por los momentos, me suscribo, reiterándole mis sentimientos
de respeto y aprecio. Atentamente,
María del Valle Manzo de Moros
La situación anormal en la que estábamos era lo de la caída de
Marcos Pérez Jiménez y los acontecimientos previos.
De esta manera se soterró definitivamente toda posibilidad de
volver al internado de Valencia. Me quedé en mi casa sin poder entrar a
estudiar en ninguna parte debido a la época del año, cuando todos los
colegios ya habían iniciado clases desde hacía tiempo.
Hacía pocos meses Pérez Jiménez había huido a República
Dominicana. A media cuadra quedaba la Seguridad Nacional, el blasón de
sus desmanes. Se acababa de firmar el Pacto de Punto Fijo y había
tensiones porque existían reductos clandestinos de la dictadura. A Pérez
Jiménez lo sucedió Wolfgang Larrazábal y se convocaron elecciones para
hacerlas en diciembre de ese mismo año.
Mi inactividad escolar no me procuraba tareas ni otras
formalidades. Generalmente lo que hacía era que me quedaba inerte en
la casa, allá en el Este 6 de El Conde, una casa a la que se le veía desde
lejos su pino alto en el jardín del frente que papá adornaba en navidad;
tenía la fachada de color marrón chocolate y el número 172 arriba del
portón. Vivíamos allí nuevamente desde que nos vinimos de Coche tras el
pesaroso óbito de abuelita. Me quedaba con Benigna, que era la señora
de la cocina, y con mis tías, Justina y Lourdes, la recién casada y la
novia, ambas con gentiles inmigrantes italianos.
Al poco tiempo me hice de amiguitos y con ellos tomaba la calle,
donde vi y viví tantas experiencias, algunas sórdidas, pero siempre desde
la barrera, sin involucrarme. Tenía la peculiaridad de prescindir de mis
afectos cuando veía en ellos algún comportamiento impropio, y los
rechazaba de una manera muy particular, en el sentido de que los seguía
tratando al verlos en la calle, pero ya no salía con ellos ni los invitaba a
mi casa. Eso me pasó con dos solamente, ambos muy callejeros.
Mi actividad más emocionante en el transcurso de ese año fue
debido a mis dos tías. La casada ocupaba la sala de la casa con su
reciente esposo, y tenían una nena de un año, que era la sensación. La
soltera con su consecuente novio que era muy simpático, un novio
reciente, quien se hizo mi amigo. Yo acompañaba a mi tía Lourdes la
soltera en sus diligencias, en su carro, y me encantaba. Salíamos con
frecuencia. Mi tía, zalamera y obsequiosa, a veces nos llevaba a los tres
hermanitos, en el asiento de atrás todo el tiempo, a dar vueltas por allí
cerca. Generalmente el recorrido era por el este 8, que quedaba una
cuadra más abajo. Lo que hacíamos realmente era darle la vuelta a la
manzana. Una vez, en una de esas vueltas que generalmente eran por la
noche temprano, ya para tomar la curva que nos ponía en el Este 6, la
calle donde vivíamos, tuvimos que detenernos en una zona que llamaban
El Triángulo, una manzana que tenía esa forma y que conformaba un
355
En el Limbo
puente por debajo del cual pasaba el río Anauco, que venía desde La
Candelaria. Tuvimos que detenernos porque había una pequeña cola. En
ese momento pasó a nuestro lado un hombre joven corriendo
desaforadamente, y cuando ya se había adelantado unos tres carros
delante, sonaron varios disparos y el hombre cayó al piso, sin fuerza en
las piernas. Nosotros nos quedamos en silencio, sin quitarle la vista de
encima. En el mismo momento pasó a nuestro lado un grupo de hombres
también en carrera, con armas en las manos. Se terminó la cola y
avanzamos tranquilamente. Tuvimos que pasar por el lado del hombre
tiroteado. Ya los que estaban armados habían rodeado el cuerpo inerte,
metiéndose sus pistolas en los bolsillos. Había una gran persecución a los
reductos perejimenistas y esto generaba muchas tensiones.
Llegó diciembre y las elecciones las ganó Rómulo Betancourt con la
mitad de los votos. Al igual que el año pasado, volvimos a hacer el
nacimiento y también el arbolito, con sus bolas de colores de esas que se
parten de nada, sus lucecitas y una capa que era como un velo de nieve
que lo cubría todo y por donde se trasparentaban las luces que le dejaban
a su paso atractivas aureolas concéntricas. También contábamos con el
nacimiento que era estructuralmente de cajas vacías y una tela de coleto
encima teñida con genciana verde. A nosotros solamente nos dejaban
poner algunas figuritas. La gruta de la Sagrada Familia era de anime echa
a mano y coloreada con témpera. Esa la había hecho yo el año pasado en
el Colegio San Agustín y mamá la conservaba.
Disfrutaba jocundo de todo aquel ambiente hasta que llegó la
noche del último día del año. Allí estábamos festivos mi tía la recién
casada, su anua hija y su condigno esposo italiano; además la entrañable
tía Lourdes, mamá y nosotros tres. Vino Giorgio el novio de tía, con un
flux marrón, su acento italiano, sus bigotes negrísimos y su inolvidable
sonrisa, cargado de discos y de dos botellas de vino. Tía Lourdes era la
encargada de poner la música con los discos de 78 rpm de Giorgio, de
acetato grueso duro e inflexible con canciones de navidad y para la
ocasión. Me encantaba una que decía ...”yo no olvido el año viejo,
porque me ha dejado cosas muy buenas. Me dejó una chiva una burra
blanca una yegua negra y una buena suegra”. Había otra magnánima que
nos ponía tía Lourdes que decía: “Arre que llegando al caminito,
aquibichú, aquibichú. Aquibichú que mi burrita anda siempre despacito y
no quiere caminar. Anda anda burriquita que no quieres caminar. Echa
un pasito pa´lante y echa un pasito pa´tras.” Me gustó tanto que me leí
lo que traía escrito el envoltorio del disco. Para mí, esa era la canción
más bella. Eran una flauta dulce y un tambor tocado con una baqueta de
vara de palo con un forro de cuero en el extremo. Daba tres golpes
profundos y marcaba el compás de un ritmo pringoso que me provocaba
bailarlo dando saltitos tal y como lo hacía El Indio Araucano.
Al sicólogo lo tenía catalogado como mi mejor amigo secreto