martes, 4 de abril de 2023

El puente


El puente.

"Bajé mi mirada dimitente para no mirar el puente".-

          Me vi con mi uniforme de gala. No era para menos: era el acto de fin de año. Empezó por la tarde, en la capilla, a la que le ponían una inmensa cortina roja que tapaba el altar y aquello se convertía en un acogedor teatro. Había una gran cantidad de carros y gente mayor bien vestida. Cantamos el himno nacional y de seguidas el padre Paredes, el depauperado vacilador, nuestro cadavérico compinche de todas las noches, nos dio inspirado su palpitante discurso de debut de ceremonias. Le siguió el pasmoso William Pino, un compañerito bajo de estatura, moreno y de pelo ensortijado, quien se lanzó dentro de un paltó azul y unos pantalones blancos que ambos le quedaban cortos con un soneto que lo agigantó por la pasión que le puso. Al terminar, vino la sorprendente Schola Cantorum con sus trovas pulcras, llenas de armonías. De seguidas comenzó la entrega de medallas y diplomas y con ello las tensiones. Empezaron por los premios de excelencia y de conducta. No sentí mi nombre en esa primera tanda, yo todo expectante, pero sí en la segunda, donde me paré a recibir una medalla y un diploma por conducta distinguida. Me invadió la desazón pues me esperaba el premio máximo pero me aseguré una justificación para la presencia de mamá allí. Vinieron luego los premios de religión. Al final de todos los condecorados fue que me nombraron. Me paré de nuevo a recibir mi medalla del primer lugar del colegio en religión, una dulce sorpresa, un premio atribuible principalmente a mi docilidad y a mi paciencia. Después vinieron los de aplicación. Sabía que habría algo para mí pero nunca el primero, ya que Reinaldo Pacheco siempre me aventajaba en las boletas semanales. Efectivamente: me paré nuevamente a recibir otra medalla y otro diploma porque había obtenido el segundo lugar en aplicación de mi salón. Finalmente vinieron los de colaboración donde también recibí una medalla y un diploma. Total que me paré cuatro veces sin arrepentimiento a recibir mis cuatro medallas y mis tres diplomas. Cuando la cinta de alguna de esas medallas traspasaba mi cabeza y terminaba en mi cuello, me emocionaba porque lo que me tocaba ahora era verle la cara a mamá. Regresar a mi puesto era para disfrutar porque efectivamente se me daba el oráculo. La encontraba sonriente y aplaudiendo sin abandonar unos ojos fulgentes, reconciliados. Me sentaba a su lado también sonreído, también palmeando sin recato, compartiendo su alegría, entre viéndola y viendo hacia adelante, pendiente, porque sentía que me faltaban más medallas. Hasta que se acabó la repartición y el acto terminó. 

          Cuando salimos de nuestra ermita y coliseo a la vez ya la noche se estaba apoderando del día. Había poca luz y comenzaba a caer una lluvia fuerte, cada vez más ruidosa. Nos juntamos a un lado del pasillo arrebolados los cuatro. Mamá lucía elegante con un vestido amarillo de flores doradas y mi hermana toda de blanco, con medias por los tobillos y zapatos impecables. En un ejercicio de mi melancolía sentí un ligero vacío porque sabía que el precio que tenía que pagar era alto, pues se me acababa el colegio, ese sitio tan espectacular, mi cofre de sorpresas, de novedades, la cajita que desde que la abrí todo fueron descubrimientos. Mi dicha era porque me sentía un triunfador, y el botín era la plena sonrisa que anegaba a mamá en nuestra farfulla y en su paráfrasis con la gente, lo cual era suficiente. Una actitud que goleaba al pasado y justificaba todo mi esfuerzo. Pasaba por mi mente todo lo grato de la experiencia, reciente y menos reciente. Del año pasado me quedó incrustado Jaime Molina, un seminarista al que sentía mi amigo que nos daba clases pero le tocó irse a Italia. Le estuve escribiendo y contándole todos los hechos hasta ese momento, pero no pudo verme en mi circunstancia final, todo ribeteado. Ahora que me iba del Colegio menos lo iría a ver.

           Mamá se fue para Caracas con sus medallas y sus diplomas, en su carro y con mi silente hermana, siendo ya de noche y un poco tarde. El día siguiente amaneció límpido, con el cielo azul y las nubes de un blanco casto. El sol estaba radiante y bajo él apareció mamá de nuevo, con su pelo rubio, quien volvió muy temprano con mi hermana a buscarnos a mi hermano y a mí. Nos encontró emocionados, bañados y vestidos ya con nuestro equipaje preparado. Nosotros mismos acomodamos todo en la maleta llenos de autoridad. Nos despedimos de todo el mundo. Pasamos risueños un buen rato en eso. Hasta que al fin nos metimos los cuatro en nuestro carro Pancho. Mi hermana adelante y nosotros dos atrás. Vaya sensación. Mamá sobre su esterilla que le atenuaba lo hundido de un enterizo asiento, colocada bien cerca del volante, con el pie izquierdo recto sobre el pedal del cloche y dándole bomba a la chancleta antes de pasar el suiche. Se nos ahogó el motor, una vez más, por lo que tuvimos que esperar un rato. Finalmente prendió. Volvió a estirar sobre el pedal su pierna izquierda al máximo y empujó la palanca de cambios hacia arriba, con todo su cuerpo. Después de un traqueteo de engranajes, entró el retroceso. Retrocedimos y en lugar de poner la primera velocidad, puso la segunda, su atavismo. Fue sacando el pie izquierdo del pedal muy poco a poco y a la vez iba hundiendo el derecho en el acelerador. Vino un largo patinar del cloche y los consabidos corcoveos hasta que finalmente comenzamos a rodar. Yo me sonreía y disfrutaba viendo y viviendo todos esos eventos ya conocidos. Llegó el final. La última mirada al cenobio había sido hacía pocos instantes, mientras retrocedíamos en medio de tantas particularidades, cuando me quedó de frente la ventana que estaba delante de mi cama cuando llegué, ese ventus con el que me dormía viendo a su través la silente lobreguez de todas las noches. 

          Salimos del Colegio y en minutos llegamos al puente que nos separaba de Los Teques, más bien un pontón angosto sin aceras y con defensas bajitas. Era como simbólico. Cuando hacíamos excursiones teníamos la sensación al pasarlo de que atrás había quedado lo seguro y que estaba empezando la gran aventura. Cuando terminamos de pasarlo sentí el vahído de aquella sensación. Detrás se quedaron nada menos que mi extenso cuarto, mi inmenso salón de estudio y reflexiones, mi mesa de comer siempre compartida y mi patio de jugar. Bajé mi mirada dimitente para no ver el puente. Lo pasamos y seguimos rodando en silencio oyendo a mamá que hablaba todo el tiempo. No importaba que el carro no tuviera radio porque ella era nuestro radio. Cuando levanté mi cabeza la vi presuntuosa y ufana, sonriente, con su pelo pintado de amarillo que le encantaba y me encantaba, manejando con una sola mano y con el otro brazo apoyado en la ventana, con el codo hacia afuera, como siempre. Su cuerpo pegado al volante y su cabeza altiva tratando de ver completo delataban su entusiasmo por enfrentar el nuevo trecho que empezábamos a recorrer. Me alegré tanto que me olvidé del puente y de toda la larga vida que atrás quedaba. Cruzamos tantas esquinas hasta que por fin salimos de Los Teques. 

          Tomamos la vía de El Tambor. Al poco tiempo nos encontrábamos en la carretera Panamericana con sus curvas y sus bajadas, rumbo a Caracas, en corro, con los vidrios abiertos y la brisa abrazándonos, felices, con mamá al volante y todo el tiempo por la vía lenta, la más segura.

Fuente: "Cuatro medallas y tres diplomas", J.D. Moros. Micompumedia, 2009.-