sábado, 23 de diciembre de 2023

Mi más alegre despertar



MI MÁS ALEGRE DESPERTAR 
“El veinticuatro en la noche/Todas las estrellitas/Titilan sin cesar. Todos están muy dichosos/Porque el Niño Jesús/Muy pronto ha de llegar...” Billo Frómeta.

          Mamá procuraba darnos vida tradicional en las costumbres y en las creencias. En diciembre nunca faltaba el aguinaldo, un pequeño regalo inesperado, y el regalo que nos traía el Niño Jesús, un regalo siempre acorde con lo que le solicitábamos en nuestras cartas, hechas, aunque algo abultadas de lo más decentes. 
          Con mis incipientes nueve años, alegre y optimista como siempre he sido, le pedí en mi carta un cuatro, un reloj y cien bolívares. Al abrir los ojos el día veinticinco en la mañana y asomarme a mis zapatos, efectivamente tenía las tres cosas montadas sobre ellos, mis zapatos negros del colegio, que me había ocupado de pasarles el cepillo para pulirle las grietas y colocarlos justo uno al lado del otro en el centro del piso al pie de mi cama, a la vista, por el lado derecho, que era el lado que daba hacia la ventana porque por allí era que se colaba el Niño Jesús para traernos los regalos. Así como encontré las tres cosas acomodadas arriba de mis zapatos, también encontré a mamá, oronda, allí sentada, al pie de la cama por el lado derecho, pendiente de cuando yo abriera los ojos. Me pareció un milagro aquello de los regalos, y lo que hacía era reírme de asombro, pero no tanto por los regalos en sí mismos, sino por el hecho de que se haya dado aquella expectativa donde efectivamente el Niño Jesús le traía cosas a uno. Me parecía algo mágico. 
          Lo primero que tomé fue el billete de cien bolívares, un billete marrón, nuevo. Me pareció increíble que pudiese tener en mis manos una cosa que tenía tanto valor, según le había oído a mamá, mi fuente de información. Al tener el billete por unos minutos, que lo veía por el anverso y por el reverso, mamá se dirigió a mí con la palabra, y en un tono solemne y firme, me dijo, que como yo era un niño bueno y que quería tanto a su mamá, yo le iba a regalar ese billete de cien bolívares a ella, sugerencia la cual acepté muy de acuerdo, en el instante, y le alargué mi brazo y se lo di, convencido de sus palabras, pues era tal cual como ella había dicho. Por cierto que muchos años después, siendo yo ya todo un hombre, me enteré en conversaciones con ella misma, que el admirado billete se lo había facilitado mi esmerado tío Oscar para cumplir con los requerimientos de mi carta al Niño Jesús. 
           El cuatro y el reloj sí se quedaron en mi poder. Yo no sabía tocar cuatro, por supuesto, y fue ese el que me acercó a la música para siempre. A los pocos días, no sé de dónde pero me lo supongo, me llegó un librito cuyo título rezaba "Método para tocar cuatro", de Oscar Delepiani, con sus gráficos tan elocuentes para las posiciones de los dedos, y con sus canciones, que consistían en las más sencillas para dar los primeros pasos en el cuatro. Primero me interesé en saber afinarlo con el cam-bur-pin-ton. Me lo propuse como un reto. Debía sentirlo en el cerebro al pulsar cuerda por cuerda con mi milagroso pulgar de la mano derecha, tal cual y como lo ví por la televisión, que fue cuando se me grabó esa cadencia. 
           Después de mucho rasgar finalmente aprendí a afinar el cuatro. Empecé mi experiencia con Delepiani, todo un tesoro para mí, hasta que me aprendí con extrema alegría las canciones "Allá en el Rancho Grande" y "Compadre Pancho", que tocaba en todas partes por toda la casa. Allí me quedé durante un tiempo hasta que descubrí "Fúlgida Luna", lenta, cadente y sencilla. Una canción que me descubrió lo que es el alma. Me encerraba en el cuarto y la tocaba y la cantaba insistentemente. 
          Por las noches mamá era mi auditorio, allá en la salita del piso de arriba. Los dos parados uno al frente del otro con el escritorio de madera que había sido de papá de por medio, yo tocando y cantando y ella oyendo, danzando con medio cuerpo y palmeteando, sonreída todo el tiempo, viéndome con los ojos disparados fijos en mi cara, lo cual fue el corolario de aquella mañana de un veinticinco de diciembre, que se constituyó, hasta hoy en día, en mi más alegre despertar.