sábado, 23 de diciembre de 2023
Mi más alegre despertar
domingo, 30 de julio de 2023
Cuesta arriba Parque Caiza (y II)
Cuesta arriba Parque Caiza (y II)
(Especial para Últimas Noticias)
Hace un tiempo presenté al Ministerio de Obras Públicas un proyecto para hacer el nuevo cementerio de Güiria, dada su necesidad. El terreno disponible era tan escarpado que diseñarle la vialidad no me fue fácil. Tanto fue el control de mis inspectores que tuve que rehacerlo tres veces.
Yo me pregunto porqué a los proyectistas de todas las urbanizaciones apostadas en las colinas al sur de nuestro río Guaire no les hicieron lo mismo: todas con una vialidad de acceso empinada, desagradable y peligrosa. Subir a Colinas de Santa Mónica, a Colinas de Bello Monte o a Los Naranjos es recordar a los proyectistas y a las autoridades de aquella época, responsables de por vida de la antieconómica, peligrosa, antipática, y única manera de llegar allá arriba.
Lo peor es que la dejadez y la ligereza vial en nuestra apurada capital continúan como si nada y lo vemos de nuevo en Lomas de Parque Caiza, donde ha surgido un gran sector urbano de la colapsada ciudad de Caracas, que ya no hayan dónde construirle. Lo que hay allí no se ve desde abajo, pero es impresionante la cantidad de edificios y la altura autorizada.
Haciendo un recorrido dedicado, me di cuenta que a lo que están sometidos todos los que allí viven es a una subida de más de cinco kilómetros, longitud que es el doble de la bajada de Tazón. Le medí la pendiente y me dio muy superior a la de ese tramo de autopista, construido irresponsablemente y que ha producido más muertes que una guerra civil. Pero eso no es todo: se trata de un trayecto angosto y de muchas curvas, buena parte de ellas cerradas y sin protección. En fin, un peligroso adefesio violatorio de toda norma de vialidad, construido a punta de ojo con un tractor y que atenta contra la vida.
Esa situación es inaceptable desde el punto de vista urbanístico, por lo que amerita atención de las autoridades. Salvarle los vehículos a tanto paisano se hace esperar, pues todos llegan irremediablemente recalentados allá arriba y con la cadena de los tiempos cada día más distendida, así sean rústicos; y aunque no lo noten todas ellas van a morir a la mitad de su vida útil.
Por simple humanidad se debe ejecutar un proyecto vial idóneo, con el concurso de los promotores que allí han construido y del gobierno regional para de esta manera humanizar el angustioso acceso.
José Durabio Moros
jueves, 29 de junio de 2023
Las fugitivas
LAS FUGITIVAS
"Déjennos aquí. ¡Gracias!"
Hace ya algunos años, en un lluvioso día domingo por la tarde, iba yo
saliendo del Hotel Cumanagoto de Cumaná hacia Cumanacoa a visitar a mi amigo Elvio, y en ese instante me encontré a Soraya, a quien había conocido hacía pocos años
en la época de cuando pagué mi noviciado como ingeniero civil, que la empresa
donde estaba recién empleado me mandó al Guri para hacerle unas casitas a los
trabajadores. Allá conocí a Elvio y a Soraya, a Soraya en el comedor que da a
la represa, con su vista excepcional y con ella adentro, una mesonera atenta y
encantadora. La emoción del reencuentro nos permitió desechar al taxi que ella tenía
reservado para devolverse a Puerto
Íbamos felices rememorando los días, cuando, en un instante, el trayecto le hizo recordar a su hija Yumiris, hoy ya casada y con hijos, que la tuvo interna por aquellos tiempos en un colegio de monjas de Cumanacoa precisamente por su trabajo, que no le permitía atenderla. Resulta que a Yumiris, de 14 años de edad en la época, la expulsaron porque se había jubilado con otras cinco compañeras de mayor edad, que lo hacían con frecuencia para irse a Cumaná a las discotecas con los novios, pero para ella era su primera vez con la mala suerte de que las agarraron y las botaron a todas.
Me cuenta Soraya que el grupo que la tentó a irse lo hacía los viernes de todas las semanas a casi las once de la noche, que se salían de sus dormitorios, le abrían la puerta a un salón, y por la ventana se escapaban al patio trasero, el cual recorrían y al final del trayecto estaba la cerca donde había un hueco que tenían camuflado con ramas y monte crecido para que las monjas no se dieran cuenta. De allí caminaban hasta la carretera para pedir cola y llegarse hasta Cumaná donde se encontraban con los novios y se iban a bailar y a beber, cosa que Yumiris no sabía hasta que se lo dijo un joven esa misma noche, amigo de todas, que se la llevó al traspatio y la sentó en un banco apiadándose de ella, al verla risueña y sorprendida.
Esa noche, ya
entradas las 3 de la madrugada, se regresaron con los novios en sus carros que
las dejaron a una cuadra del colegio. Al llegar, oyeron unos murmullos en
Sorprendido me preguntaba que qué suerte tuvieron esas niñas para que a esas altas horas de la noche no hubiesen sido raptadas y violadas, con tanta juventud aventurera, alcohólica y drogadicta por esas carreteras, en noches de fines de semana, y me cuenta Soraya que ese riesgo lo tenían dominado porque al montarse en el carro que les daba la cola sacaban picos de botella que tenían en los bolsos y viajaban todo el trayecto con eso empuñado, apoyado en sus piernas y apuntando hacia arriba, una sorprendente coincidencia que yo había vivido hacía cuatro años de nuestro reencuentro, cuando estaba en ese trayecto a altas horas de la noche con Elvio, mi maestro de obras, quien vivía en Cumanacoa y lo llevaba a Cumaná a pernoctar para salir al día siguiente hacia Puerto Ordaz.
Aquella noche nos abordó un grupo de niñas rogándonos la cola y al poco rato nos quedamos congelados Elvio y yo ya con las seis niñas adentro. Las tres que estaban adelante efectivamente sacaron picos de botella, mas no las de atrás. Todas estaban serias y calladas. Las de adelante habían pedido la ventana al montarse por lo que Elvio tuvo que arrimarse al centro y sentarse a mi lado. Ante tamaña sorpresa yo coloqué las dos manos en el volante y Elvio cruzó los brazos. Nadie dijo una sola palabra hasta que llegamos a Cumaná y en un momento dado una de ellas rompió el silencio: “déjennos aquí. ¡Gracias!”
sábado, 13 de mayo de 2023
El Hospital
"Yo soy el que te espera en la estrellada noche. El que bajo el sangriento sol poniente te espera". Pablo Neruda.-
Mamá era atractiva físicamente y su carácter y personalidad la hacían aún más interesante. Blanca, de buen cuerpo y piernas llamativas. Gustaba de pintarse el pelo de rubio, y así lo llevó durante mucho tiempo. Siempre vestía con gran discreción, sin hacer resaltar, o más bien sin dejar resaltar sus atributos físicos, los cuales guardaba con recato a base de ropa cerrada, formal. Nunca noté a ningún médico propasarse con ella. Echaban broma y reían alrededor de su escritorio pero siempre dentro de unas limitaciones sobrentendidas que ella imponía con su proceder comedido, sin escándalos ni alborotos. Había risas y chanzas pero todo siempre enmarcado, siempre por motivos legítimos. Nunca noté que le sucedieran situaciones desagradables con nadie.
Durante su tiempo de trabajo se transformó en una institución y en la gran referencia. Tanto los médicos como los empleados estaban de acuerdo en que el verdadero Director de ese Hospital era ella, dada su habilidad en el trato justo para con todos y dada su permanente disposición a resolver los nudos y que los procedimientos siguieran adelante. Todos la respetaban y le daban un trato deferente, como para estar acorde con el de ella. Médico recién graduado que se le acercara con el interés de hacer pasantías, fuese conocido o no conocido por ella, le atendía y le buscaba la oportunidad, independientemente de que aquella persona viniese recomendada o viniese por iniciativa propia. Cuando alguien se le presentaba en búsqueda de una cama para algún familiar, nunca le decía que no, y hacía la gestión para conseguirla. Le bastaba adivinar la verdadera necesidad para actuar en consecuencia. Con el personal obrero, con los choferes, las cocineras y los enfermeros era excepcional. No perdía detalle cuando se trataba de algún aprieto en ellos que fuese de corte humano. Los defendía y ayudaba en la consecución de sus fines, siempre y cuando fuesen idóneos.
La Dra. Aída Zuleta y mamá.
Hospital de Coche, 1958
Entre estos obreros había uno que me llamaba mucho la atención, por lo peculiar. Era portugués. Tenía alrededor de 50 años, y era el encargado de la limpieza de las oficinas, trabajo que ejercía él solo, con un trapo. Es decir, este hombre se encontraba en el último eslabón de la cadena de los empleados del Hospital. Sin embargo mamá le daba un tratamiento con detenimiento, digno y respetuoso. Siempre andaba bien vestido, con su uniforme de kaki, aseado y bien peinado. Silverio, que era como se llamaba este personaje, no hablaba muy bien el español. Yo le entendía muy poco de lo que decía cuando hablaba. Sin embargo mamá lo entendía a las mil maravillas. De tanto yo ir por allá le tomé mucho cariño a Silverio, pues siempre veía que espontáneamente le traía dulces y refrescos a mamá, y luego se ponía a ejercer sus funciones. Ella de vez en cuando lo ocupaba para que le hiciese algún mandado dentro del Hospital, y cuando era fuera, Silverio se iba ufano en su propio carro, un viejo Opel amarillo con los asientos cosidos, sin adornos ni lujos pero bien cuidado.
Un buen día Silverio se fue a Portugal porque se le murió su mamá, para lo cual solicitó un permiso de 6 meses, tiempo que quería también aprovechar para arreglar algunos asuntos personales de la casa que quedaba en herencia y otros intereses familiares allá en su tierra natal. Mamá le tramitó el permiso. Sin embargo primero le hizo el comentario de que le parecía mucho tiempo, pero que lo iba a introducir.
La Junta no concedió los seis meses sino tres. Mamá se apresuró a escribirle para que conociese la nota, y le hizo una carta hermosa, que además de dejar sentada la relación de trabajo, denota su cariño por el personaje y el estilo familiar con el que lo trataba:
Portugal.-
[Firma: María del Valle Manzo de Moros]
María del Valle Manzo de Moros
martes, 4 de abril de 2023
El puente
El puente.
"Bajé mi mirada dimitente para no mirar el puente".-
Me vi con mi uniforme de gala. No era para menos: era el acto de fin de año. Empezó por la tarde, en la capilla, a la que le ponían una inmensa cortina roja que tapaba el altar y aquello se convertía en un acogedor teatro. Había una gran cantidad de carros y gente mayor bien vestida. Cantamos el himno nacional y de seguidas el padre Paredes, el depauperado vacilador, nuestro cadavérico compinche de todas las noches, nos dio inspirado su palpitante discurso de debut de ceremonias. Le siguió el pasmoso William Pino, un compañerito bajo de estatura, moreno y de pelo ensortijado, quien se lanzó dentro de un paltó azul y unos pantalones blancos que ambos le quedaban cortos con un soneto que lo agigantó por la pasión que le puso. Al terminar, vino la sorprendente Schola Cantorum con sus trovas pulcras, llenas de armonías. De seguidas comenzó la entrega de medallas y diplomas y con ello las tensiones. Empezaron por los premios de excelencia y de conducta. No sentí mi nombre en esa primera tanda, yo todo expectante, pero sí en la segunda, donde me paré a recibir una medalla y un diploma por conducta distinguida. Me invadió la desazón pues me esperaba el premio máximo pero me aseguré una justificación para la presencia de mamá allí. Vinieron luego los premios de religión. Al final de todos los condecorados fue que me nombraron. Me paré de nuevo a recibir mi medalla del primer lugar del colegio en religión, una dulce sorpresa, un premio atribuible principalmente a mi docilidad y a mi paciencia. Después vinieron los de aplicación. Sabía que habría algo para mí pero nunca el primero, ya que Reinaldo Pacheco siempre me aventajaba en las boletas semanales. Efectivamente: me paré nuevamente a recibir otra medalla y otro diploma porque había obtenido el segundo lugar en aplicación de mi salón. Finalmente vinieron los de colaboración donde también recibí una medalla y un diploma. Total que me paré cuatro veces sin arrepentimiento a recibir mis cuatro medallas y mis tres diplomas. Cuando la cinta de alguna de esas medallas traspasaba mi cabeza y terminaba en mi cuello, me emocionaba porque lo que me tocaba ahora era verle la cara a mamá. Regresar a mi puesto era para disfrutar porque efectivamente se me daba el oráculo. La encontraba sonriente y aplaudiendo sin abandonar unos ojos fulgentes, reconciliados. Me sentaba a su lado también sonreído, también palmeando sin recato, compartiendo su alegría, entre viéndola y viendo hacia adelante, pendiente, porque sentía que me faltaban más medallas. Hasta que se acabó la repartición y el acto terminó.
Cuando salimos de nuestra ermita y coliseo a la vez ya la noche se estaba apoderando del día. Había poca luz y comenzaba a caer una lluvia fuerte, cada vez más ruidosa. Nos juntamos a un lado del pasillo arrebolados los cuatro. Mamá lucía elegante con un vestido amarillo de flores doradas y mi hermana toda de blanco, con medias por los tobillos y zapatos impecables. En un ejercicio de mi melancolía sentí un ligero vacío porque sabía que el precio que tenía que pagar era alto, pues se me acababa el colegio, ese sitio tan espectacular, mi cofre de sorpresas, de novedades, la cajita que desde que la abrí todo fueron descubrimientos. Mi dicha era porque me sentía un triunfador, y el botín era la plena sonrisa que anegaba a mamá en nuestra farfulla y en su paráfrasis con la gente, lo cual era suficiente. Una actitud que goleaba al pasado y justificaba todo mi esfuerzo. Pasaba por mi mente todo lo grato de la experiencia, reciente y menos reciente. Del año pasado me quedó incrustado Jaime Molina, un seminarista al que sentía mi amigo que nos daba clases pero le tocó irse a Italia. Le estuve escribiendo y contándole todos los hechos hasta ese momento, pero no pudo verme en mi circunstancia final, todo ribeteado. Ahora que me iba del Colegio menos lo iría a ver.
Mamá se fue para Caracas con sus medallas y sus diplomas, en su carro y con mi silente hermana, siendo ya de noche y un poco tarde. El día siguiente amaneció límpido, con el cielo azul y las nubes de un blanco casto. El sol estaba radiante y bajo él apareció mamá de nuevo, con su pelo rubio, quien volvió muy temprano con mi hermana a buscarnos a mi hermano y a mí. Nos encontró emocionados, bañados y vestidos ya con nuestro equipaje preparado. Nosotros mismos acomodamos todo en la maleta llenos de autoridad. Nos despedimos de todo el mundo. Pasamos risueños un buen rato en eso. Hasta que al fin nos metimos los cuatro en nuestro carro Pancho. Mi hermana adelante y nosotros dos atrás. Vaya sensación. Mamá sobre su esterilla que le atenuaba lo hundido de un enterizo asiento, colocada bien cerca del volante, con el pie izquierdo recto sobre el pedal del cloche y dándole bomba a la chancleta antes de pasar el suiche. Se nos ahogó el motor, una vez más, por lo que tuvimos que esperar un rato. Finalmente prendió. Volvió a estirar sobre el pedal su pierna izquierda al máximo y empujó la palanca de cambios hacia arriba, con todo su cuerpo. Después de un traqueteo de engranajes, entró el retroceso. Retrocedimos y en lugar de poner la primera velocidad, puso la segunda, su atavismo. Fue sacando el pie izquierdo del pedal muy poco a poco y a la vez iba hundiendo el derecho en el acelerador. Vino un largo patinar del cloche y los consabidos corcoveos hasta que finalmente comenzamos a rodar. Yo me sonreía y disfrutaba viendo y viviendo todos esos eventos ya conocidos. Llegó el final. La última mirada al cenobio había sido hacía pocos instantes, mientras retrocedíamos en medio de tantas particularidades, cuando me quedó de frente la ventana que estaba delante de mi cama cuando llegué, ese ventus con el que me dormía viendo a su través la silente lobreguez de todas las noches.
Salimos del Colegio y en minutos llegamos al puente que nos separaba de Los Teques, más bien un pontón angosto sin aceras y con defensas bajitas. Era como simbólico. Cuando hacíamos excursiones teníamos la sensación al pasarlo de que atrás había quedado lo seguro y que estaba empezando la gran aventura. Cuando terminamos de pasarlo sentí el vahído de aquella sensación. Detrás se quedaron nada menos que mi extenso cuarto, mi inmenso salón de estudio y reflexiones, mi mesa de comer siempre compartida y mi patio de jugar. Bajé mi mirada dimitente para no ver el puente. Lo pasamos y seguimos rodando en silencio oyendo a mamá que hablaba todo el tiempo. No importaba que el carro no tuviera radio porque ella era nuestro radio. Cuando levanté mi cabeza la vi presuntuosa y ufana, sonriente, con su pelo pintado de amarillo que le encantaba y me encantaba, manejando con una sola mano y con el otro brazo apoyado en la ventana, con el codo hacia afuera, como siempre. Su cuerpo pegado al volante y su cabeza altiva tratando de ver completo delataban su entusiasmo por enfrentar el nuevo trecho que empezábamos a recorrer. Me alegré tanto que me olvidé del puente y de toda la larga vida que atrás quedaba. Cruzamos tantas esquinas hasta que por fin salimos de Los Teques.
Tomamos la vía de El Tambor. Al poco tiempo nos encontrábamos en la carretera Panamericana con sus curvas y sus bajadas, rumbo a Caracas, en corro, con los vidrios abiertos y la brisa abrazándonos, felices, con mamá al volante y todo el tiempo por la vía lenta, la más segura.
Fuente: "Cuatro medallas y tres diplomas", J.D. Moros. Micompumedia, 2009.-
sábado, 25 de marzo de 2023
ETA y Óscar, tal y como me lo contaron
ETA y Oscar, tal y como
martes, 28 de febrero de 2023
El ejemplo de Margot
Lleva puesto el collar de ámbar, que siempre la acompaña.
"Intenta hacer tu vida"
Margot Friedländer, 2014
sábado, 7 de enero de 2023
Feliz Navidad
FELIZ NAVIDAD
“En diciembre las cosas son más hermosas, las estrellas titilan maravillosas. Los niñitos esperan a su Pájaro Loco a su Pato Pascual, que lucen orgullosos el día veinticinco porque es la navidad...” José Luis Rodríguez
Papá ya tenía 8 años de haberse ido y mamá tres años trabajando como secretaria de mi primo Aurelio en el Hospital de Coche. Exprimiendo su cuarto grado desarrolló su redacción propia y ya sacaba desde hacía tiempo cartas y oficios en máquina de escribir.
A raíz de las recomendaciones del sicólogo, se vio obligada a escribirle una carta al Padre Prefecto del Colegio Don Bosco.
Ciudadano
Padre Prefecto del Colegio “Don Bosco”
Valencia Edo.- Carabobo.-
Muy Reverendo Padre Prefecto:
Me dirijo a Ud. respetuosamente, en ocasión de hacer llegar a su conocimiento, que mi representado José Durabio Moros Manzo, a quién Ud. deferentemente acogió como alumno del internado de ése Instituto, no podrá continuar por los momentos, debido a que por presentar ciertos trastornos de tipo emocional, al regresar a la casa después del mes que estuvo en el colegio, tuve necesidad de consultar con un médico especialista en estos problemas de los niños, el cual me aconsejó no regresarlo al internado, hasta no tener siquiera dos años más de edad.-
Oportunamente pasaré por la Secretaría del Colegio a cancelar la deuda pendiente, ya que los recibos que me han pasado ameritan reconsideración, tomando en cuenta el tiempo que el niño estuvo en el Plantel.-
Pido a Ud. disculpe la demora que ha tenido esta participación, pués además de la situación anormal en que estabamos, esperaba la opinión del médico.-
Reciba para Ud. el Padre Director y demás profesores, el respeto y agradecimiento de José Durabio.-
Sin más por los momentos, me suscribo, reiterándole mis sentimientos de respeto y aprecio. Atentamente,
María del Valle Manzo de Moros