lunes, 30 de septiembre de 2024

María sin enaguas

 


María de la Paz Colmenares Parra

 MARÍA SIN ENAGUAS
"La bohème, La bohème, Ça voulait dire, On est heureux". Charles Aznavour

                En 1866 nació María en San Pedro de Capacho, un pueblo pujante donde vivían casi todos los dueños de las fincas de Lomas Altas, el sector de la serranía andina que pasa por la depresión del Táchira. En ese sector estaban las mejores fincas de toda el área, dedicadas a la cría de novillos. En esas alturas montañeras nació Eulogio, hijo de colombianos inmigrantes, que buscaban mejor vida. Al lado de esa Finca, que era de sus padres, tenía la suya Carmelito Castro, el papá del niño Cipriano Castro, nacido tres años antes que él. Como eran vecinos, se criaron muy hermanados, en esa soledad, donde no había mucha gente. Crecieron ambos en Lomas Altas hasta que sucedió el famoso terremoto que destruyó a media Cúcuta, a media Pamplona, y se tragó a San Antonio y a San Pedro de Capacho, el pueblo donde nació María, quien quedó viva de milagro. Eulogio no. Eulogio quedó vivo porque allá arriba en Lomas Altas no se sintió casi nada.

                Guzmán Blanco, el presidente en esa época, prometió toda la ayuda, y fue tan buena que terminaron haciendo un pueblo nuevo, al que llamaron Capacho Nuevo, y el papá de Eulogio aprovechó y, a pesar de que tenía su casa allá arriba dentro de su Finca, aprovechó que estaban asignando parcelas en Blanquizal, donde estaban haciendo el pueblo, y se agarró una al lado de la de Carmelito Castro, el papá del amiguito de su hijo, Cipriano Castro, que ya tenía 17 años y él 14 años, pero eran uña y carne.

                Hicieron sus casas y para allá se mudaron. Cipriano, belicoso desde niño, formó su pandilla en ese pueblo, y Eulogio se metió a formar parte de ella. Se la pasaban en pleitos, y eran tan arrojados que el gobernador del Táchira los contrató para enfrentar a un guerrillero que se había anclado en La Grita. Para allá se fue Cipriano con su pandilla y cuál es la sorpresa que derrotaron a ese individuo, y regresaron triunfantes. El jefe de la guarnición militar de la región quedó tan sorprendido que a Cipriano y a Elogio los hizo tenientes.

                A Eulogio le gustaba mucho una muchacha del pueblo, tanto que la acompañaba a todas partes donde iba: al mercado, a la Iglesia, a la Plaza. En la Plaza había retreta los domingos y los curas de la Iglesia ofrecían un almuerzo bajo toldos, en plena Plaza, al terminar la misa. Al final de uno de esos almuerzos Eulogio, ahora un orondo teniente, acompañó a la muchacha de sus sueños de regreso a su casa, y en el camino se le declaró, y ella le dijo que sí.

                Como ella solo tenía catorce años, le pidió permiso a sus padres para casarse, y se lo concedieron. Se quedaron viviendo en San Pedro de Capacho, en la casa de los padres de Eulogio.

Pasó el tiempo y esta nueva pareja, ambos capachenses, comenzaron a poner a crecer a la familia, y tenían un hijo detrás del otro. Ella se la pasaba parida todo el tiempo. Se habían ido a Lomas Altas a vivir a la Finca porque Eulogio, mi abuelo, comenzó a encargarse de ella pues mi bisabuelo ya estaba cansado. Estando allá arriba en ese proceso, mantenía la férrea amistad con Cipriano Castro, con quien conspiraba a escondidas para sacar a Joaquín Crespo, pues era Presidente por haberle dado un golpe de estado a Andueza Palacios y eso era inconstitucional, entonces los castristas le declararon la guerra.

                Mi abuelo Eulogio era un revolucionario en la clandestinidad. Su hermano, Jefe Civil del pueblo y crespista, sospechaba de eso y le recomendó que se desapareciera porque estaban buscando a los castristas para matarlos sin miramientos.

                Mi abuelo se despidió de su esposa y de sus siete hijos, y se fue a Santa Ana, a llevar vida de simple criador de ganado, pero iba de vez en cuando a visitar a Cipriano, que le quedaba a cuatro horas a caballo, quien estaba exiliado en Cúcuta, temiendo por su vida.

                Salió Crespo y entró Ignacio Andrade a la Presidencia, y Cipriano ahora dijo que Andrade era más de lo mismo, por lo que siguió con sus planes de invadir a Venezuela desde Cúcuta, hasta que un buen día encontró la oportunidad y comenzó esa aventura desde Colombia con un ejército de ochenta hombres, a los que se le fueron anexando otros en el camino, entre ellos mi abuelo, con un batallón de trescientos hombres que había logrado formar en Santa Ana. Se reunieron en Capacho Nuevo, que ahora se llamaba Independencia, y siguieron para Caracas.

                Mi abuela, estoica, se quedó viendo para el cielo, pues su marido le pasó por sus narices a vuelo de pájaro pues tenía que seguir volando con Cipriano para Rubio, de allí para Tononó, y de allí seguir y seguir. Ya tenía tres años que no lo veía, que fue el tiempo que él estuvo camuflado en Santa Ana.

                Cipriano llegó triunfante a Caracas y tomó el poder. Formó su gabinete y a mi abuelo lo nombró gobernador de Vargas. Mientras tanto, mi abuela María seguía haciendo su vida en Capacho. No había nevera, ni colchones, ni acueducto en esa época. Viviendo de la platica que daba la Finca, que había quedado en manos de su hijo mayor, quien la adoraba a ella, y además le daba, por órdenes de mi abuelo, todo lo que producía la venta de los novillos y que él se quedara con lo que producía la venta de queso y leche.

                Con el tiempo los hijos se le fueron yendo para Caracas. Era la ciudad para donde todo el mundo se quería ir. Terminó quedándose con su maraco, su hijo menor, mi papá, de apenas cinco años. Y con su hijo mayor, mi tío Elías, pero este lo que hacía era solamente irla a visitar al pueblo, porque le encantaba la Finca y estaba sembrado en ella.

                Un buen día mi abuelo le vendió su parte de la Finca a su hermano, y le dijo a mi abuela que se fuera para La Guaira con mi papá, y que mi papá le llevara la mochila de dinero que le pagó su hermano por la venta de su parte en la Finca.

                Los dos solitos, ya mi papá de catorce años, se fueron a San Cristóbal en una carreta. De allí siguieron a Michelena. Allí contrataron unas mulas y siguieron en mula hasta Uracá, donde se tomaba el tren, el luego denominado Gran Ferrocarril del Táchira, que los llevaría a Encontrados, un puerto fluvial a orillas del río Catatumbo, luego de pasar primero por cinco poblados, cuales eran Orope, Las Cabullas, La Perra, Laureles, Valderramas y Gallinazo, uno más lejos que el otro.

                Mi abuela cargaba encima a su primera nieta, que se la dieron en San Cristóbal porque eran malos tiempos y mi tía Carlota no la podía criar.

                En Encontrados tomaron un barco, de esos que tenían en la parte trasera una rueda gigantesca, que era lo que lo impulsaba. Ese barco atravesó el río Catatumbo en esa zona en la que no paraba de llover ni de tronar, y luego de siete horas de viaje llegaron a Encontrados. Otra noche que alcanzaba solo para dormir y levantarse, porque temprano en la mañana tenían que seguir el viaje a través del lago de Maracaibo, un viaje de doce horas, que los iba a llevar a la ciudad de Maracaibo. Llegaron a Maracaibo y durmieron en una posada cercana al muelle, y de allí se fueron a tomar el nuevo barco que hacía travesías para Willemstad, la capital de Curazao, y seguía a La Guaira. Este ya era un vapor y tenía dos chimeneas. Lo malo que tenía era que lo que había era un solo espacio para dormir, en el nivel bajo que le seguía a la cubierta, el cual estaba lleno de literas, con dos salones, uno para mujeres y niños menores de doce años, y otro para hombres. Papá dejó a mi abuela en el salón de mujeres y se tuvo que ir para el de hombres a acostarse en la parte de arriba de una de las literas, que fue donde le tocó.

                En nueve horas llegaron a Curazao, donde tuvieron que pasar una noche más, pero dentro del barco, porque lo que hizo fue fondear sin dar salida a los pasajeros que iban a La Guaira, quienes pernoctaron en sus mismas literas.

                Amaneció y salieron para La Guaira. Se pasaron el día viajando hasta que en la tarde, ya para hacerse de noche, llegaron y el barco ancló en la rada de La Guaira, y allí se quedaron una vez más a dormir en las literas, ya acostumbrados a los olores de los sudores y al aire caliente que soplaban los ventiladores que estaban en el techo.

                A la mañana siguiente el barco tocó muelle. Finalmente mi abuela, su nieta, que estaba de brazos, y mi papá, llegaron a La Guaira y ahí mismo a la casa que mi abuelo tenía en esa ciudad.

                Mi papá no importaba, porque era muy joven todavía, pero mi abuela ya tenía cuarenta y tres años, y era la primera vez que veía el mar. Y la primera vez que se montaba en un tren, y la primera vez que se montaba en un barco. Y era la primera vez que iba a ver a mi abuelo después de catorce años, la edad de mi papá, que fue cuando la dejó parida en Capacho y se fue a esconder en Santa Ana.

                Eso fue un amor de responsabilidad extrema lo de mi abuelo con ella. Para colmos, mi abuelo no estaba en La Guaira cuando ella llegó porque ya lo habían cambiado a Margarita, donde Juan Vicente Gómez, ahora el Presidente, lo mandó como Comandante de armas de la Isla. Mi abuelo lo que hacía era visitarla cuando venía a La Guaira de paso para seguir a Caracas a sus reuniones de trabajo, pero le dejaba buen dinero.

                Mi abuela se afilió poco a poco a su nueva vida. Se tomó a su hija Leticia como su guía de la ciudad, y con la buena plata que mi abuelo dejaba, tía Leticia le compraba la ropa que estaba de moda y la llevaba a los mejores restaurantes de La Guaira.

                Mi abuelo, desde allá en Margarita le compró una casa en Caracas, inmensa, que estaba de Alcabala del Valle a Las Peláez, a una cuadra del puente Restauración y al frente de un balneario en el río Guaire, de los más concurridos.

                Mi abuela subió en tren a Caracas y se mudó para esa casa con mi prima la niña Elba, mi tía Leticia y mi papá, pues los otros hijos ya se habían casado y habían empezado a hacer sus vidas.

                De esa época en Caracas es esta foto que acompaño con este relato. Se trata de mi nona en una foto de estudio, en Caracas, un estudio que no pude saber su nombre ni su ubicación, pero es de notar la vestimenta que lleva: una blusa con mangas recortadas al antebrazo y con pechera abotonada, una falda recta hasta la cadera y abotonada abajo, al estilo trotteur, que apenas tocaba el suelo, y el outfit imprescindible: su cartera de mano. Esta afiliación a la moda francesa la aprendió en La Guaira, por donde pasaban todas las novedades antes de subir a Caracas.

                Estaba afiliada ya a la vida citadina y a las costumbres de la época. La demostración es esta fotografía, totalmente a la belle epoque, que era lo que estaba en boga por esos tiempos.

                Ella, después de cuarenta y tres años sumida en Capacho, después de haber criado a siete hijos con una inmensa montaña al frente, rodeada de gente a caballo, durmiendo en estera, porque no existían los colchones, comiendo caliente o tibio todo el tiempo, pues tampoco existían todavía las neveras en Venezuela, y tomando agua de río, que se la dejaban en tinajas traídas en burro hasta la puerta de su casa, se apresuró a comenzar a vivir en la gran ciudad y meterse en lo actual de la ciudad, donde ya no se usaban las enaguas ni el corsé, donde hizo amigas rápidamente, con las que jugaba a las cartas, con su monedero siempre con plata gracias a la esplendidez de su marido, quien nunca la descuidó a pesar de esa vida de matrimonio tan particular en la que ella nunca quiso ir a vivir con él a San Fernando, donde mi abuelo terminó llegando, cuando renunció al uniforme militar para dedicarse a la ganadería. Prefirió esperarlo en Caracas, pues mi abuelo ya le estaba entregando el Hato a su hijo mayor para venirse definitivamente a vivir la plenitud de su tercera edad por fin con su esposa al lado, en la gran Ciudad, pero lo sorprendió la muerte antes de tiempo.

Fotografía: María de la Paz Colmenares Parra, viuda de Moros. Fotografía de estudio, propiedad de mi mamá, quien heredó el portafolio de las pocas fotografías que dejó papá.




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