domingo, 4 de febrero de 2018

Entre metras, cachitos, y el camión de la Coca Cola.




Entre metras, cachitos, y el camión de la Coca Cola.
Urbanismo y Humanismo

“Así en niñeces tales de juegos y delicias pasábamos felices las horas y los días.”
Juan Meléndez Valdés.

Nuestro presidente era el General Marcos Pérez Jiménez, quien no paraba de hacer grandes obras que llamaban la atención por lo novedosas como por ejemplo el Hotel Humboldt y el Teleférico de Caracas.

Yo vivía en la Urbanización Coche de Caracas, el propio paraíso que nos tocó estrenar, con mi mamá y mis dos hermanos. Me encantaba salir con mis amiguitos. Íbamos a los cerros de los alrededores, colinas tupidas de verde, a casar lagartijas. Otras veces cruzábamos la calle para llegarle a un terreno que estaba al otro lado de la Avenida y allí jugar con las metras que guardábamos en medias viejas, donde destacaban las bolondronas, que eran unas metras mucho más grandes que no servían para jugar pero era un lujo tener una de ellas dentro de la media. También jugábamos a los trompos en ese mismo terreno, bajo el chirriar de las chicharras y bajo los altísimos jabillos que apenas dejaban colar el sol.

Cuando me quedaba en casa jugaba con mis hermanos en el inmenso patio de atrás. que a pesar de que eran casas modestas tenían esa particularidad. En la casa era el único lugar donde podía jugar con ellos pues mamá no los dejaba salir porque estaban muy pequeños. A mi hermana le encantaba jugar a la familia, y ella siempre era la mamá. No sé cómo se le arraigaría el concepto tan rápido, siendo tan niña. Realmente nadie le podía quitar ese puesto de mamá porque ella era la hembra de nosotros tres, y entonces nos ponía como sus hijos. A mí me molestaba ser siempre un hijo, y le decía que yo quería ser el papá, a lo que me sentía con derecho puesto que era el hermano mayor, y que mi hermano quedara como nuestro hijo pero ella se negaba siempre a la idea. No me atrevía a contradecirla y aceptaba dócilmente seguir siendo hijo, para no pelear y echar a perder el juego. Siempre me tocó ser hijo junto a mi hermano. Nuestra casa para ese juego era un cuartico de depósito que había hacia una esquina del patio, el cual mi hermana arreglaba como casa poniendo sillitas a la entrada, y a un estante libre que había adentro le ponía un paño grande y ese era el cuarto de dormir.

Algún tiempo después de mudados a esta casa, mamá le mandó a poner piso de cemento a la mitad del patio posterior, que era de tierra. Aquello quedó excelente y nos funcionó muy bien. Le habían puesto colorante rojo y era bien liso. Allí la tomamos por bañarnos en traje de baño con la manguera, y enjabonábamos el piso. Nos deslizábamos sentados de extremo a extremo. Era una novedosa diversión, muy bienvenida.

Un día a la semana el camión de la Coca-Cola se paraba en la calle para dejar gaveras de refrescos en las casas. Mamá de vez en cuando dejaba una, y nosotros lo que hacíamos era tomar Coca-Cola y más Coca-Cola. Las tapas de los refrescos eran chapas metálicas que tenían por debajo un corcho que hacía presión contra la botella. Las tapas traían bajo el corcho casi siempre un letrero con el nombre de uno de los personajes de Walt Disney. Que saliera un nombre era la gran emoción. Esperábamos ansiosos el otro pase del camión para llegarle todos alterados a cambiar la tapa por el muñequito, que era todo blanco, de plástico duro y de formas perfectas. Yo llegué a tener a Dumbo, a Pepegrillo, que era el que más me gustaba por lo pequeño y por lo perfecto de sus formas. A Mickey y Mimí, a Donald con sus tres sobrinos: Paco, Hugo y Luís; a La Cenicienta y a Peter Pan.

En el terreno del otro lado de la avenida principal de nuestro sector había jabillos grandes que botaban su fruto en gran cantidad. Explotaban y caían al piso y tras un breve sonido como de varias maracas a la vez dejaban una gran diversidad de formas a escoger. La forma del cachito, tal y como se le conocía a este fruto del jabillo, era la de un pez perfecto, y más específicamente, un pez espada, pues hacia el lado de uno de sus frentes le salía como un palito con una rebarba por debajo que se la quitábamos con una navaja para destacar la espada. Era de moda preparar los cachitos de diversas maneras, siempre para obtener la forma de un pez enérgico, como aquel que se ve cuando salta en el mar. Había una competencia subrepticia entre todos nosotros por obtener el más atractivo, y de verdad que había bellezas, dignas de un concurso. Yo nunca pude obtener la información completa sobre cómo lograban tal perfección en los cortes y sobre todo en el acabado. Algunos quedaban muy lisos y muy bien pulidos. Los quemaban en vetas y les incrustaban un brillantico de esos falsos para hacer el ojo. Yo me aplicaba y le dedicaba tiempo a preparar mis cachitos pero debo confesar que nunca logré obtener la perfección que le vi a tantas piezas, muchas de ellas utilizadas luego como llaveros. Era una verdadera expresión de arte, llevada a cabo por niños que estaban apenas abriendo los ojos, con el afán de lograr una pieza tan bella como la que más queríamos.

Fue una niñez amplia y de muchas variantes que me enrrumbó la vida. Nuestros amiguitos eran muchos. Nos divertíamos y nos entendíamos. Todos eran sonrientes y parlanchines. Nos visitaban y nosotros a ellos. Yo salía mucho con ellos, y cada salida era un aprendizaje. Todo lo que sabíamos lo aprendimos saliendo a caminar por las calles, a hacer excursiones al cerro y a jugar en el terreno del otro lado de la Avenida.


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